La ciudad está hecha de pequeños encantos. Y es sincera. No esconde sus defectos y ofrece generosamente sus virtudes. Oporto le debe todo al río y sus casas y balcones invaden las colinas formando un muro de humildad a ambos lados del Douro. Los barcos rabelos acarician la desembocadura y traen y llevan los deseos y los recuerdos. Oporto no es refinada, pero sabe de costumbres y desafíos y se reinventa constantemente. Ciudad de contrastes que teje diariamente su vida en un eterno equilibrio entre lo alegre y bullicioso cuando es bañada por el sol, o triste y melancólica cuando la bruma espesa y gris la cubre con la primera hora del día. Sus callejas y barrios me provocan un bucle en la memoria y empapa mi conciencia bajo el calor húmedo de la ropa tendida en sus balcones. En esta ciudad escondí un nombre escrito en una moneda de plata para un día volver.
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