Lo encerraron en una celda fría. Antes, lo habían torturado sin necesidad. No había cometido más crimen que dejar huellas de amor en las orillas. Se tendió sobre un colchón de fiebre y olvido. La noche venció cualquier intento de fuga o memoria. Al amanecer, el general mostró la paloma abatida de su libertad. Con dignidad, en su último deseo, exigió una taza de té. Sabía que sólo allí, en su fondo amable y profundo, era posible encontrar el rumor y sabor de las olas que él tanto necesitaba; una taza de té donde siempre vendría a reírse el mar.
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